Para no caer en el artilugio fácil de citar las incontables iniquidades cometidas por el ser humano a lo largo de la historia, -que a esta altura operan de manera pavloviana sobre una sensibilidad entrenada para reaccionar ante ciertas cuestiones eternamente incorrectas- quisiera prestar atención a los egos.
El motor que me impulsa a dar forma a estas a líneas, se enciende gracias al roce con ciertos personajes que todos podremos encontrar en los guiones de nuestra cotidianeidad. Basta salir de nuestras casas y establecer un contacto mínimo, casi tangencial, con nuestros pares, para así percatarnos de que al menos uno de ellos reúne las condiciones para conformar este grupo de creciente y aterrador desarrollo, que por mera comodidad y para diferenciarlo de los ególatras, llamaremos a partir de ahora “eguistas”.
El eguista se ha transformado casi en una tribu urbana, claro que en este caso, no basta con observar sus ropas para reconocerlos. Identificar a un eguista implica una inspección mucho más profunda. Será entonces necesario involucrarnos con ellos para descubrir dicha condición. Sus características no son para nada particulares, ya he dicho que es probable que todos ustedes tengan contacto diario con ellos sin haberlo advertido aún.
Un eguista es una persona que ha nacido bendecida por la gracia de cuanto Dios contemple esta existencia. Es probable que a los cinco años de edad haya leído e interpretado al Dante y a Víctor Hugo y se haya batido a duelo una docena de veces, saliendo victoriosa en cada ocasión. En su adolescencia, no ha necesitado aprender las nimiedades que supieron ofrecer sus maestros, demasiado preocupados por hallar saberes más sensatos y profundos. Comprenden la totalidad de las artes, y lanzan juicios de valor como dardos envenenados, convencidos de lo fútil de las opiniones ajenas. Comprenden a Coltrane y a Hendrix, e interpretan a Dalí o el Caravaggio con envidiable empatía. Cuestionan a Stephen King y canonizan a Shakespeare, con una seguridad anonadante, el pulso no tiembla claro, el gatillo es tan celoso que disparará casi con autonomía, soberano y sediento.
Desde luego, una semana más tarde estos apellidos podrían formar parte del mediocampo de la selección húngara de fútbol, y sería lo mismo... al fin y al cabo lo realmente importante no se encuentra ahí. Ellos saben donde se encuentra, pero es lógico, ellos lo saben todo. Y así siguen, de sabiduría hasta las orejas, y se marchan a sus casas a ver televisión. Su actividad intelectual favorita. Y Mañana seguirán opinando, claro. No necesitan aprender nada, con lo que saben es suficiente, y así lo afirman.
Un eguista no reconocerá su condición, conciente que la soberbia que le cala hasta los huesos no es una virtud y añorando hacerse de una humildad perdida en el génesis mismo de su raciocinio. Es la personificación misma de esa dualidad maniquea del Dr. Jekill y su alter ego, Mr. Hyde. La formula corre por sus venas y le permite cambiar a su otro yo maligno, o en este caso a la inversa... una paradoja deliciosa.
Yo contra el mundo. Nadie es mejor que yo. Nos hemos confundido, ya no se trata de levantar la autoestima, se trata de ponderarnos como verdaderos semidioses, incapaces de reconocer el talento o la virtud de nuestros pares. Orgullosos y envidiosos. Soberbios hasta el hastío. Se han invertido los valores, lo que otrora era humildad ha mutado en debilidad, y en este mundo no hay lugar para los débiles. Los fuertes dominan el mundo impulsados por una soberbia que ahora resulta ser inteligencia. Comemos gato por liebre, y felicitamos al chef.
Me resulta imposible encontrar razones que expliquen esta tendencia. Tal vez una sociedad cuya única propuesta da por resultado siempre una mediocridad virulenta, nos obligue a resguardarnos tras esa coraza, inconscientes de que el resultado tan sólo nos lleva por caminos cuyos horizontes son voraces precipicios.
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Nota: El título de esta reflexión deberá llevar el vocablo “yo” en mayúsculas, con las letras y colores más rimbombantes posibles, ¡siempre!