martes, 3 de julio de 2012

Ciudad oculta

Otra vez Pablo Trapero viene a inyectarnos directamente en el lóbulo frontal una dosis sin diluir de malvenida realidad. Para evitar preambulos, bien podríamos estar ante la mejor película argentina de los últimos 10 años. “Elefante Blanco” es una patada en el pecho para quienes nacimos en este bendito país y al mismo tiempo un excelente ejercicio denuncista. Un reflejo sin distorsiones de la Argentina contemporánea, de sus instituciones, de sus hombres y mujeres. Los rasgos identitarios de la cultura villera fluyen a través del lente de un director audaz y comprometido que logra un producto final tan filoso como necesario gracias a un guión sólido, descarnado y contundente.

Filmado en locación en la Villa 31, Trapero elige al igual que en su trabajo anterior, “Carancho” a Ricardo Darín y Martina Gusman como sus protagonistas. A ellos, se suma el belga Jérémie Renier, un ícono del drama social europeo (fue un actor recurrente en la obra de los hermanos Dardenne) quien trae su acabado conocimiento del género a Latinoamerica, en una aparición para celebrar, no por sus laureles sino más bien por la excelente interpretación que logra en la película, donde pareciera incrustado en un contexto que le es totalmente desconocido al actor y al personaje.

El trabajo de sacerdotes y asistentes sociales, son la herramienta para que el espectador contemple las entrañas de una de las villas más populosas de Buenos Aires. La lucha constante de quienes, por mera vocación y a pesar de la falta de recursos y apoyo, buscan generar un cambio que para la mayoría de la sociedad es utópico.

Así, Trapero construye un espacio para reflexionar en torno a una problemática largamente evidenciada: la incompatibilidad entre la vocación de servicio y los dogmas católicos. Los personajes de Darin y Renier -sacerdotes ambos- ven su deseo de trabajar en pos de las necesidades de los sectores postergados, chocar indefectiblemente contra los intereses de los poderosos, entre quienes se encuentran la alta cúpula eclesiástica. Y en ese derrotero, el camino los lleva a zonas donde sus esfuerzos son vacuos y sus buenas intenciones, sólo eso.

Los recursos estéticos entonces, puestos al servicio del mensaje, son sencillamente exquisítos. Las imágenes hablan tanto como los silencios. Imperdible toma la de Renier en un convento de clausura dejándose vencer por la impotencia y condenando su espíritu inquieto al mutismo absoluto. Y mejor pasaje aún el de Darín ante el obispo, reclamandole ser “más que sacerdotes” ante situaciones apremiantes, y recibiendo por respuesta otro dogma: “Pertenecemos a una estructura”.

Esa estructura es puesta en evidencia a lo largo de toda la película. Con la figura del Padre Mugica como bandera, el realizador desnuda la falencia de algunos conceptos que por arcaicos, caen ante su propio peso (el celibato de los sacerdotes, por citar un ejemplo evidente) y revela la importancia de las acciones por sobre las buenas intenciones. La pulsión interna que late con firmeza en hombres y mujeres dispuestos al cambio, se muestra a través de quienes batallan contra el paco, la pobreza, el hambre, la delincuencia y todas esas “ cosas que no se tocan” como grita Pity Álvarez al comienzo y el final de la película, con su genio de la periferia nunca mejor ubicado. Cosas intangibles -como la falta de oportunidades- que la sociedad argentina es tan reacia a comprender.

En tiempos en los que la militancia que busca respuestas concretas a las problemáticas de las clases subalternas son violentamente reprimidas, “Elefante Blanco” recuerda a casos puntuales como el de Mariano Ferreyra o el de Dario Santillan y Maximiliano Kosteki. El guión busca generar un molesto zarpullido en la ambivalente moral católica de la clase media/alta argentina y lo logra incluso en quienes no pregonamos esas premisas pero crecimos bombardeados por sus preceptos.