Las idas y vueltas para la realización de la octava película de
Quentin Tarantino, tal y como él mismo se encarga de aclarar en unos
créditos de tipografía a tono con una estética que viajó impoluta desde
«Reservoir Dogs» (1992) hasta ahora, permitieron que contrariamente con
sus trabajos anteriores el enigma en torno al producto final no sea tan
pronunciado.
A priori, «The Hateful Eight» asomaba -por ser la segunda incursión
del director navegando las turbulentas aguas del género western- como la
continuidad natural de «Django Unchained» (2013). Sin embargo estamos
ante un trabajo que encuentra más puntos coincidentes con «Inglourious
Basterds» (2009) que con la cinta que protagonizara Jamie Foxx.
Me explico: estamos asistiendo a la película más política de
Tarantino, quien recrea un escenario reciente de la postguerra civil
norteamericana donde desperdiga su arsenal acostumbrado de personajes
carismáticos llamados a formar parte ad eternum de la cultura de
masas. En ese contexto, aprovecha para plantar bandera y desde un lugar
muy sutil, presentar un menú de las idiosincrasias del Siglo XIX y por
propiedad transitiva apelar al sarcasmo para evidenciar la vigencia del
rancio pensamiento de una burguesía yankee aún vigente. En épocas de
marcadas diferencias raciales Tarantino toma postura en una película de
diálogos, de extensos y férvidos diálogos. Léxicos rabiosos acunados en
tomas eternas que van del plano general con el que da inicio la historia
a los primeros planos que introducen a algunos de los personajes
principales durante el viaje en diligencia donde los abismos ideológicos
comienzan a presentarse como un protagonista insoslayable. Otra grieta.
Tarantino se reinventa. Se inmola y reconstruye a lo largo de tres
horas en las que nuevamente acciona su férvido fanátismo por el western
sin abandonar nunca la tónica que hace tan reconocible su cine. Ese
fanatismo que en Kill Bill fue por el cine de artes marciales y la
cultura oriental. Esa locura por la narrativa audiovisual que permite al
espectador avezado deleitarse con la sospechosa similitud de Jennifer
Jason Leigh con la Carrie de Sissy Spacek y Brian De Palma y con la
pegajosa brutalidad Cronenbergiana que atraviesa longitudinalmente una
historia concatenada con perfección de relojería.
Con esos elementos arma el rompecabezas de un guión erigido en torno a
un puñado de parias, buscavidas y sobrevivientes de una guerra
implacable. Con ellos, el director convierte una hosteria de mala muerte
en los Estados Unidos del sur Confederado y el norte de la Unión, con
los respectivos actores sociales de un país dividido cuyos estratos
raciales y económicos constituyen un verdadero abismo. En esa coyuntura
emerge el racismo como temática central, solapada en una trama propia
del género que recuerda los enigmas del Hitchcock de «Dial M for Murder»
(1954) o «The 39 Steps» (1935).
Y como si fuera una metáfora de su actor fetiche, es detrás del
personaje de Samuel L. Jackson que Tarantino, como dije, toma partido.
El personaje del negro que sirvió al ejército que luchó para abolir la
esclavitud envía constantes dardos subliminales sobre el pensamiento del
director acerca del segregacionismo. Así como los bastardos bajo las
órdenes de Aldo Raine mataban nazis a sangre fría, Marquis Warren
repudia a fuerza de plomo a quien ose legitimar la ya abolida
esclavitud, con una falsa carta de Lincoln como fuero. Y a pesar de que
en este juego moral no hay héroes sino más bien un hatajo de sociópatas
presentados como villanos, el relato que promedia la historia traza una
línea clara: el racismo en cualquiera de sus formas merece el mayor de
los repudios, aunque en este caso y a favor de la historia, sea
presentado como una humillación de proporciones inconmensurables como
una licencia poética grotesca.
El cuadro es completado por un equipo de actores liderados por un
Kurt Russell interminable, un Tim Roth genial y un sorprendente Walton
Goggins. Michael Madsen vuelve a interpretar el mismo personaje que
Tarantino parece haber creado para él -esta ocasión como un apático
cowboy- y Jason Leigh da forma a su mejor papel desde «Single White
Female» (1992) como una bizarra forajida en tiempos donde la villanía
parecía una cuestión exclusivamente masculina.
Quentin Tarantino consigue una vez más sacudir los cimientos del
establishment hollywoodense haciendo gala de cierta impunidad que le
otorgó su talento como director y guionista. Resta esperar sus próximos
trabajos con la paciencia adamantina de quien aguarda el paso de una
inclemente tormenta de nieve.
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