
El rollo insurrecto lucha con ferocidad animal para escapar de esa presión carcelaria que le impone un cinturón cada vez más corto, y espía temeroso una televisión que publicita con total impunidad recursos que atentan contra su existencia. Y así se suceden como en un bizarro desfile estrafalarios aparatos de gimnasia y brebajes paracelsianos. Aun estamos a tiempo, pero el sol aparecerá al fin y cuando lo haga hemos de estar preparados. Si pudiésemos detener la traslación terráquea lo haríamos. Cualquier cosa para escondernos fofos.
El gordicidio parece inminente y la única manera de escapar está al alcance de nuestro control remoto. Corra las migas y repase las instrucciones. Los femíneos cuerpos torneados se revelan al mundo, provocando profusos sentimientos lascivos en una parcialidad masculina que limpia la saliva con una mano mientras inspecciona lo que el invierno hizo de su abdomen con la otra. El verano invita a sus playas, a gozar de la vida diet y del dedo acusador de las espigadas señoritas que, alarmadas de nuestras carnes correrán a reírse al resguardo de sus sombrillas, porque claro, en este país nadie discrimina a los gordos, por lo menos no evidentemente.
La travesía obesa de cada día, una estructura social pensada para gente light dispara inclemente exhortaciones de liposucción, mientras traga anfetaminas recetadas. El sebo canta su réquiem y para celebrar le entra sin piedad a los hidratos de carbono... la naturaleza es más fuerte. Y así los gordos caminan sobre emplazamientos pensados para flacos y enumeran con dedos rollizos las posibilidades de acción en la urbe. El envase se niega a cambiar y con él somos siameses, entonces allá vamos, atados a una sensibilidad que no tiene peso pero que reconoce figuras voluptuosas. ¿Servirán las grasas de escudo cuando recibamos una vez más el despiadado embate de la dama a la que cordialmente invitamos a bailar? Al fin y al cabo, es paradójico que ella se ría de mis lardos mientras ostenta orgullosa su prominente par de siliconas, hija del botox o del cirujano de turno, pero socialmente correcta. La incongruencia pringosa que le dicen.
Y al enésimo rechazo el pudor ya se presenta. Saluda cordial y advierte que ha llegado para quedarse. Como un denso pariente lejano al que debemos un favor que esperábamos no pagar. Con él pasaremos el resto de nuestra vida obesa, hostigados por los mismos que afirman sin temor a la cursilería que lo importante es lo de adentro, mientras preparan el yogurt descremado “¡Porque después del gimnasio me da un hambre!”
Y así la vida del gordo continúa postres adelante, ayuna de toda certeza... por no hablar del desayuno.