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viernes, 6 de septiembre de 2019

Retrato de época

Quentin Tarantino ha logrado consolidarse a lo largo de su carrera como el director mimado del mainstream de Hollywood pero también como un realizador de culto, cuyo trabajo es respetado tanto por la crítica como por otros audiovisualistas y esperado con ansias por la audiencia. Así las cosas, consiguió de alguna forma hacer que cada una de sus películas conjuguen elementos aparentemente inmiscibles: Tarantino destroza taquillas con películas de autor que los paladines de "lo culto" idolatran y el público masivo acepta de buena gana.

Pecaré de reiterativo destacando el profundo conocimiento de Tarantino en torno al género western, el cine de artes marciales, la estética pulp, la novela negra y el movimiento blaxploitation, todas estas virtudes evidenciadas en trabajos pretéritos. Y es porque en "Once Upon a Time in Hollywood" -su novena película- además de de brindar una visita guíada por la estética californiana de finales de los 60, desanda una tarea casi antropológica que demuestra además su profunda erudición acerca de la cultura norteamericana y los hábitos de consumo alredededor de la producción audiovisual televisiva y cinematográfica. Tarantino tiene en esta cinta, su propio retrato de una época emblemática para el arte industrial.

A través de un ejercicio referencial el guión presenta una idiosincrasia en ciernes: el movimiento hippie como oposición a lo normativo. Así, cambios culturales como la revolución sexual, el uso recreativo de drogas, la resistencia a la autoridad y los cuestionamientos a las instituciones son puestos en relevancia, enmarcados con sutileza en torno a los integrantes del clan Manson. Tarantino se viste de historiador y hace las veces de cirujano sociológico.

Tarantino no arriesga y recurre a dos bestias interpretativas como Leo DiCaprio y Brad Pitt para dar vida a un actor de westerns venido a menos y su doble de riesgo. Inspirados en varios personajes reales, sus caracterizaciones solo son opacadas por la terrible estatura de sus actuaciones, donde hay que hacer un apartado para Brad Pitt y su granitico veterano de guerra convertido en un buscavidas hollywoodense. Pitt construye un personaje que sobrevuela al inolvidable Aldo Raine (Inglourious Basterds, 2009) y pide Oscar a los gritos.

Detrás de ellos, aparece Margot Robbie interpretando a la malograda Sharon Tate. La inocencia diáfana de la entonces esposa de Roman Polanski es complementada por la belleza fulgurante de Robbie, cuyo parecido asombra y cautiva. El director logra que el personaje encaje aunque el devenir de la historia haya obligado a su inclusión a favor de cierto rigor histórico. Revolotea alrededor de ella el Charles Manson de Damon Herriman, que aquí es poco más que un cameo y deja sabor a poco, sobretodo después de su destacadisima versión del mítico criminal que logra en la segunda temporada de "Mindhunter", quizás la serie más destacada que puede hallarse en esa agenda audiovisual llamada Netflix.

El climax de la película pone a Tarantino nuevamente en el papel de Dios justiciero. Al igual que en la mencionada "Inglorious Basterds" donde deja caer la espada de Damocles. sobre el cuello del aparato nazi, aquí decide ser el verdugo de los artífices de una de las masacres más recordadas por la mitología hollywoodense. El torbellino de violencia nos recuerda, sobre el ocaso de la película, a las hipérboles que el director logró sostener en películas como "Kill Bill vol 1" (2003) o "Death Proof" (2007). Y si bien la apuesta es alta al incluir en este caso crímenes y víctimas reales, Quentin logra una vez más, salir indemne.

De cumplir su promesa, el director logra con la penúltima película previa a su retiro, redondear un derrotero consecuente con elementos que se repiten sin caer en la redundancia. Su sello distintivo, siempre presente en sus trabajos, lo han convertido sin dudas en uno de los directores contemporáneos más relevantes. Una bestia audiovisual que se sostiene no solo por sus recursos técnicos y estéticos sino también por su asombrosa erudición cinéfila.

lunes, 18 de enero de 2016

Colores puros

Las idas y vueltas para la realización de la octava película de Quentin Tarantino, tal y como él mismo se encarga de aclarar en unos créditos de tipografía a tono con una estética que viajó impoluta desde «Reservoir Dogs» (1992) hasta ahora, permitieron que contrariamente con sus trabajos anteriores el enigma en torno al producto final no sea tan pronunciado.

A priori, «The Hateful Eight» asomaba -por ser la segunda incursión del director navegando las turbulentas aguas del género western- como la continuidad natural de «Django Unchained» (2013). Sin embargo estamos ante un trabajo que encuentra más puntos coincidentes con «Inglourious Basterds» (2009) que con la cinta que protagonizara Jamie Foxx.

Me explico: estamos asistiendo a la película más política de Tarantino, quien recrea un escenario reciente de la postguerra civil norteamericana donde desperdiga su arsenal acostumbrado de personajes carismáticos llamados a formar parte ad eternum de la cultura de masas. En ese contexto, aprovecha para plantar bandera y desde un lugar muy sutil, presentar un menú de las idiosincrasias del Siglo XIX y por propiedad transitiva apelar al sarcasmo para evidenciar la vigencia del rancio pensamiento de una burguesía yankee aún vigente. En épocas de marcadas diferencias raciales Tarantino toma postura en una película de diálogos, de extensos y férvidos diálogos. Léxicos rabiosos acunados en tomas eternas que van del plano general con el que da inicio la historia a los primeros planos que introducen a algunos de los personajes principales durante el viaje en diligencia donde los abismos ideológicos comienzan a presentarse como un protagonista insoslayable. Otra grieta.

Tarantino se reinventa. Se inmola y reconstruye a lo largo de tres horas en las que nuevamente acciona su férvido fanátismo por el western sin abandonar nunca la tónica que hace tan reconocible su cine. Ese fanatismo que en Kill Bill fue por el cine de artes marciales y la cultura oriental. Esa locura por la narrativa audiovisual que permite al espectador avezado deleitarse con la sospechosa similitud de Jennifer Jason Leigh con la Carrie de Sissy Spacek y Brian De Palma y con la pegajosa brutalidad Cronenbergiana que atraviesa longitudinalmente una historia concatenada con perfección de relojería.

Con esos elementos arma el rompecabezas de un guión erigido en torno a un puñado de parias, buscavidas y sobrevivientes de una guerra implacable. Con ellos, el director convierte una hosteria de mala muerte en los Estados Unidos del sur Confederado y el norte de la Unión, con los respectivos actores sociales de un país dividido cuyos estratos raciales y económicos constituyen un verdadero abismo. En esa coyuntura emerge el racismo como temática central, solapada en una trama propia del género que recuerda los enigmas del Hitchcock de «Dial M for Murder» (1954) o «The 39 Steps» (1935).

Y como si fuera una metáfora de su actor fetiche, es detrás del personaje de Samuel L. Jackson que Tarantino, como dije, toma partido. El personaje del negro que sirvió al ejército que luchó para abolir la esclavitud envía constantes dardos subliminales sobre el pensamiento del director acerca del segregacionismo. Así como los bastardos bajo las órdenes de Aldo Raine mataban nazis a sangre fría, Marquis Warren repudia a fuerza de plomo a quien ose legitimar la ya abolida esclavitud, con una falsa carta de Lincoln como fuero. Y a pesar de que en este juego moral no hay héroes sino más bien un hatajo de sociópatas presentados como villanos, el relato que promedia la historia traza una línea clara: el racismo en cualquiera de sus formas merece el mayor de los repudios, aunque en este caso y a favor de la historia, sea presentado como una humillación de proporciones inconmensurables como una licencia poética grotesca.
El cuadro es completado por un equipo de actores liderados por un Kurt Russell interminable, un Tim Roth genial y un sorprendente Walton Goggins. Michael Madsen vuelve a interpretar el mismo personaje que Tarantino parece haber creado para él -esta ocasión como un apático cowboy- y Jason Leigh da forma a su mejor papel desde «Single White Female» (1992) como una bizarra forajida en tiempos donde la villanía parecía una cuestión exclusivamente masculina.

Quentin Tarantino consigue una vez más sacudir los cimientos del establishment hollywoodense haciendo gala de cierta impunidad que le otorgó su talento como director y guionista. Resta esperar sus próximos trabajos con la paciencia adamantina de quien aguarda el paso de una inclemente tormenta de nieve.

lunes, 4 de marzo de 2013

La mesa está servida

Es difícil al intentar escribir una reseña de Django Unchained no autoreciclarme. Porque para dar un contexto a esta nueva película de Quentin Tarantino, parece inevitable subrayar el enciclopédico conocimiento que el autor tiene de géneros como el western –y su subgénero más celebrado, el Spaghetti- el cine de artes marciales y la estética de la novela negra y el movimiento blaxploitation, como ya lo hice anteriormente.

Sin embargo, y a diferencia de sus trabajos pretéritos, esta vez Tarantino apuesta a rendir tributo al árido cine de Sergio Leone y Clint Eastwood. Con su particular visión de un universo repleto de etiquetas, quiebra el molde con la descabellada propuesta de un cowboy negro montando en pelo en el segregacionista sur de los Estados Unidos de mediados del Siglo XIX.

Así, con la idea puesta sobre la mesa, despliega nuevamente su arsenal de recursos técnicos y estéticos para dar forma a un cúmulo de ideas originales que transitan un derrotero narrativo ágil y sin fisuras. Un ejercicio cinematográfico que si bien hemos visto en sus anteriores películas, está en este caso trabajado en función de evitar la repetición cíclica, sin que esto signifique renunciar al sello distintivo y ya casi nobiliario del universo Tarantino.

En su película más larga (mas no más ambiciosa) el director recorta con una tijera cuyo filo asomó también en “Inglourious Basterds” un universo paralelo. Como en su anterior trabajo donde un grupo de judíos cazaba nazis en la Francia ocupada, en este contexto un esclavo negro obtiene su libertad y vestido de cowboy mata blancos por dinero y, por supuesto, por venganza, sentimiento que ha emergido casi como un leitmotiv en los guiones del director. Locuras fuera de contexto que hacen a la historia y que gracias a la buena conformación de los personajes, no parecen descabelladas aún siéndolo.

Y ese logro es en gran medida mérito del excelente trabajo individual de los actores. Enorme Christoph Waltz en el papel del doctor King Schultz, un cazarecompensas disfrazado de dentista que destaca no solo por sus finos modales e histrionismo sino también por su particular manera de asesinar gente con una afable sonrisa que acentúa una sangre fría escalofriante. No es casual que se elija siempre hablar de Waltz ante que del Django de Jamie Foxx. Si bien el moreno no desentona es eclipsado totalmente por el austriaco, y también por un Samuel L. Jackson delicioso, caracterizado como un esclavo de 75 años que ha pasado toda su vida bajo al servicio de una familia acomodada y cuya idea segregacionista es tan radical como la del más rancio terrateniente blanco del sur yankee. Un negro que delezna a los negros. Una contradicción antropológica absurda que asusta por su verosimilitud con el (absurdo) mundo real.

Tarantino vuelve a hacer cine con los zapatos (en este caso las botas) del fanático orgullosamente puestas. Vomita en la pantalla la estética distintiva del Western, con planos generales de los interminables e inhóspitos caminos que transitaban caballos y diligencias y una fotografía destacable que por momentos recuerda mucho al volumen 2 de “Kill Bill”, así como el tiroteo en la casa mayor del bastante insípido Monsieur Candie de Leonardo DiCaprio, remite directamente a la épica batalla de Beatrix Kiddo/The Bride con los Crazy 88, en el volumen 1 de la perfecta película que beatificó a Uma Thurman. El inicio de la cinta remite directamente al “Río Bravo” de Howard Hawks y la inclusión de Franco Nero es un guiño para fanáticos acérrimos que disfrutaron de la original “Django” de Sergio Corbucci.

El homenaje a las obras que lo formaron como realizador, vuelve a rendir sus frutos en esta (¿la última?) cinta. Llamado a ser uno de los directores contemporáneos más consecuentes en su trabajo, capaz que atraer al crítico más cerrado y al público masivo en igual medida, en “Django Unchained” Tarantino sirve una mesa repleta de vino rosso y apetitosos spaghettis.

jueves, 1 de octubre de 2009

La venganza será terrible

"Revenge is a dish best served cold...”
Kill Bill volumen 1


Es difícil imaginarse a un director que no vea cine. Como es complicado también, entender a un músico que no consume discos. Sin embargo, esta gente existe. El arte presenta estas paradojas que no están relacionadas necesariamente con la calidad del trabajo del artista. La melomanía de John Mayall o Bob Dylan, podría contraponerse -en teoría- con una actitud abúlica de quien, por muy prolífico, eluda esos cánones que imaginamos empapados de lógica.

No es el caso de Quentin Tarantino, quien demuestra película tras película un conocimiento enciclopédico de la cultura estadounidense, de las características estéticas de géneros como el Spaghetti Western o el cine oriental de artes marciales y de los recursos inherentes a la novela negra norteamericana.

En “Bastardos sin Gloria” vuelve a poner su cinefilia al servicio de la película. A pesar de sus intención confesa de abandonar ese carácter recopilatorio de las películas que influyeron en su trabajo como director, regresa como en un arcoreflejo a lo que a esta altura ya son estigmas audiovisuales para él, y esos detalles, le juegan a favor, actuando como una suerte de marca registrada de un director al que se le podrán cuestionar muchas cosas, pero que indudablemente ha propuesto una original manera de hacer cine con el fanatismo por el séptimo arte como principal combustible.

En su última película, Tarantino se aleja de varios puntos comunes de sus trabajos pretéritos. La narración cronológicamente desordenada, el uso de los recursos del movimiento “blaxploitation” (evidenciado en la banda sonora) y una ambientación que lo saca de ese entorno urbano contemporáneo que tan bien le sienta. La cinta propone una visión alternativa de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto Judío -temas tratados en la pantalla grande hasta el hastío- y con ese escudo, el director moldea la historia a su antojo. Como en los cómics “Elseworld” de la DC se convierte en el titiritero de una historia ya escrita. Así, coloca a su grupo de despiadados soldados judíos a matar nazis en la Francia ocupada, comandados por un Brad Pitt de saliente quijada, modales toscos y un marcado acento yankee sureño. La película avanza entonces, de venganza en venganza, justicia poética propuesta por un director que sabe que botones apretar para que sus mentados excesos pasen de lo grotesco a lo gracioso, sin dejar de ser grotescos (como un judío norteamericano reventándole la cabeza de un batazo a un jerarca nazi, uno no puede evitar volver la mirada, repudiando el acto mientras lo aprueba).

Pero todo esto es anecdótico. La historia es sólo una pieza secundaria, un subterfugio con el que Tarantino hace lo que más placer le produce: despuntar el vicio dando rienda suelta a su incontrolable cinefilia. A tal punto, que se da el gusto de dar una subliminal clase de la evolución técnica del cine y sus recursos, explicando a fuerza de explosiones, porque se pasó del nitrato, al acetato de celulosa como compuesto para la película de cine.

El reparto, encabezado por Pitt, es devorado con total justicia por el absolutamente genial personaje de Christoph Waltz: Hanz Landa. Carismático, impiadoso y terrorífico, se transforma en un perfecto estereotipo de la locura nacional socialista. Su interpretación roza la perfección y monopoliza el personaje, hablando en cuatro idiomas distintos a lo largo de la película y sosteniendo el valor agregado de su poliglotía con un altísimo nivel interpretativo. Detrás de él, ninguno de los actores pareciera hacer agua, pero claro, siempre a espaldas de Waltz.

Tarantino se supera a sí mismo. Sin generar una película superior a Pulp Fiction o Kill Bill vol.1, se atreve a recrear los '40 (ya lo hizo con los '70) y se anima a filmar en locación (en Berlín y un pequeño pueblo alemán cercano a la frontera Checa) escapando del montaje y la digitalización extrema.

Con herramientas que conocemos, pero que utiliza en función de una película que hace más nutritivos sus pergaminos, logra hacer real su sueño imposible, desangrando lenta y dolorosamente al Tercer Reich, carcomiendo su núcleo con una masacre cinematográfica. Se ríe de la historia, estruja las reglas documentales y pone su arte al servicio de la cruel de las venganzas.