martes, 29 de diciembre de 2009

Apocalipsis now

Una película como 2012 -la última producción del megalómano Roland Emmerich- es una cinta que llevará al cine tanto a ocasionales espectadores ávidos de un poco de entretenimiento de fin de semana, como a los cinéfilos más recalcitrantes, incapaces de contener esos pequeños placeres culposos que ofrece el mainstream de Hollywood.

Es así, hay que comulgar con mucha firmeza con los códigos artísticos del séptimo arte para negarse a pispear (aunque sea por curiosidad) estas ultraproducciones hiperpublicitadas, porque cualquier persona que haya ido al menos diez veces en su vida al cine, sabe antes de comprar su entrada con lo que se va a encontrar. 2012 no depara sorpresas, pero esta es una conclusión a la que puede llegarse con facilidad incluso antes de ver la película.

El argumento mixtura una antigua profecía maya con la caótica actualidad ambiental del planeta para dar forma a una catástrofe natural tan grande como relajante. El director toma el planeta tierra con ambas manos y juega al fútbol con él durante una temporada entera. Lo destruye, “lo hace pelota” y recién después, recuerda que tiene que hacer una película. El resultado es una cinta trivial, previsible y absolutamente prescindible, pochoclera por antonomasia, pero que al mismo tiempo esta llamada a reventar taquillas y a convertirse en el sueño húmedo de cualquier productor ávido de hacer rebalsar sus arcas.

Y es que Emmerich hace las cosas a medida. Su intención es ser eficaz y en ese afán, es exitoso. Se sube a la tendencia y es políticamente correcto, usa un actor negro para encarnar al presidente norteamericano (en “Independence Day” el primer mandatario era un héroe de guerra que no duda en tomar las armas cuando ve amenazado el sueño americano por la amenaza alienigena, una especie de Capitán América encubierto) y a fuerza de fatalidades une la familia disfuncional y castiga al déspota ruso multimillonario y a su capitalismo foráneo, mientras ensalza la tecnocracia china y dispara un discurso moral cursi y empalagoso.

El reparto se centra en un insípido John Cusack (¿el heredero natural de Nicolas Cage?) que con sus sobreactuaciones innatas por momentos encaja a la perfección con el desmesurado argumento, y Chiwetel Ejiofor, un buen autor que carga con un papel que cumple correctamente. Unidos por una casualidad que el guión pretende inocentemente transformar en causalidad, llevan adelante una narración que de no ser por la obscena exhibición de efectos especiales, caería por su propio peso transcurridos 30 minutos de la cinta. Porque el director no se atreve a sostener la película en los fuegos artificiales de los FX e intenta dejar un mensaje, y ahí radica la principal falencia de 2012. Los intentos vacuos de Emmerich de trabajar personajes cuya profundidad brilla por su ausencia y de brindar al espectador diálogos dignos de ser recordados por su contenido tan sólo crean agujeros negros en una cinta que sufre por la falta de coraje de su autor para plantar bandera y hacer frente a cualquiera que lo acuse de como un mero entretenedor cinematográfico.

Así, los efectos especiales -única defensa de esta catástrofe de 150 minutos-, caen fulminados por los intentos del director de atenuarlos (como si fuera posible) con diálogos superfluos y personajes que intentan llamar a la reflexión con textos opacos a un público que sólo llenó la sala buscando un poco de entretenimiento, con una actitud que le da a 2012 toda la honestidad de la que carece.

jueves, 1 de octubre de 2009

La venganza será terrible

"Revenge is a dish best served cold...”
Kill Bill volumen 1


Es difícil imaginarse a un director que no vea cine. Como es complicado también, entender a un músico que no consume discos. Sin embargo, esta gente existe. El arte presenta estas paradojas que no están relacionadas necesariamente con la calidad del trabajo del artista. La melomanía de John Mayall o Bob Dylan, podría contraponerse -en teoría- con una actitud abúlica de quien, por muy prolífico, eluda esos cánones que imaginamos empapados de lógica.

No es el caso de Quentin Tarantino, quien demuestra película tras película un conocimiento enciclopédico de la cultura estadounidense, de las características estéticas de géneros como el Spaghetti Western o el cine oriental de artes marciales y de los recursos inherentes a la novela negra norteamericana.

En “Bastardos sin Gloria” vuelve a poner su cinefilia al servicio de la película. A pesar de sus intención confesa de abandonar ese carácter recopilatorio de las películas que influyeron en su trabajo como director, regresa como en un arcoreflejo a lo que a esta altura ya son estigmas audiovisuales para él, y esos detalles, le juegan a favor, actuando como una suerte de marca registrada de un director al que se le podrán cuestionar muchas cosas, pero que indudablemente ha propuesto una original manera de hacer cine con el fanatismo por el séptimo arte como principal combustible.

En su última película, Tarantino se aleja de varios puntos comunes de sus trabajos pretéritos. La narración cronológicamente desordenada, el uso de los recursos del movimiento “blaxploitation” (evidenciado en la banda sonora) y una ambientación que lo saca de ese entorno urbano contemporáneo que tan bien le sienta. La cinta propone una visión alternativa de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto Judío -temas tratados en la pantalla grande hasta el hastío- y con ese escudo, el director moldea la historia a su antojo. Como en los cómics “Elseworld” de la DC se convierte en el titiritero de una historia ya escrita. Así, coloca a su grupo de despiadados soldados judíos a matar nazis en la Francia ocupada, comandados por un Brad Pitt de saliente quijada, modales toscos y un marcado acento yankee sureño. La película avanza entonces, de venganza en venganza, justicia poética propuesta por un director que sabe que botones apretar para que sus mentados excesos pasen de lo grotesco a lo gracioso, sin dejar de ser grotescos (como un judío norteamericano reventándole la cabeza de un batazo a un jerarca nazi, uno no puede evitar volver la mirada, repudiando el acto mientras lo aprueba).

Pero todo esto es anecdótico. La historia es sólo una pieza secundaria, un subterfugio con el que Tarantino hace lo que más placer le produce: despuntar el vicio dando rienda suelta a su incontrolable cinefilia. A tal punto, que se da el gusto de dar una subliminal clase de la evolución técnica del cine y sus recursos, explicando a fuerza de explosiones, porque se pasó del nitrato, al acetato de celulosa como compuesto para la película de cine.

El reparto, encabezado por Pitt, es devorado con total justicia por el absolutamente genial personaje de Christoph Waltz: Hanz Landa. Carismático, impiadoso y terrorífico, se transforma en un perfecto estereotipo de la locura nacional socialista. Su interpretación roza la perfección y monopoliza el personaje, hablando en cuatro idiomas distintos a lo largo de la película y sosteniendo el valor agregado de su poliglotía con un altísimo nivel interpretativo. Detrás de él, ninguno de los actores pareciera hacer agua, pero claro, siempre a espaldas de Waltz.

Tarantino se supera a sí mismo. Sin generar una película superior a Pulp Fiction o Kill Bill vol.1, se atreve a recrear los '40 (ya lo hizo con los '70) y se anima a filmar en locación (en Berlín y un pequeño pueblo alemán cercano a la frontera Checa) escapando del montaje y la digitalización extrema.

Con herramientas que conocemos, pero que utiliza en función de una película que hace más nutritivos sus pergaminos, logra hacer real su sueño imposible, desangrando lenta y dolorosamente al Tercer Reich, carcomiendo su núcleo con una masacre cinematográfica. Se ríe de la historia, estruja las reglas documentales y pone su arte al servicio de la cruel de las venganzas.

jueves, 10 de septiembre de 2009

"Siempre trato de ponerme en el lugar del espectador"

Entrevista que le hice a Campanella, director de "El Secreto de sus Ojos" para el diario. ¡Gracias por la buena onda Juan José!.

No es una etapa más en la vida artística de Juan José Campanella. El director argentino vive por estos días la saludable turbulencia que generó su último trabajo, “El Secreto de sus Ojos”, película que batió récords de público y consiguió amigar al director con algunos sectores de la crítica empecinados en cuestionar su obra, tan loable como prolífica.

Envuelto en una vorágine que es hija directa del éxito, el autor de “El Hijo de la Novia” y “Vientos de Agua” nos atiende muy temprano en la mañana “estoy apretadísimo de tiempo”, explica, como si hiciera falta, antes de comenzar a hablar de su hijo pródigo.

¿Esperaba que “El Secreto de sus Ojos” generara tanta repercusión?

- “Y, la verdad que lo que está ocurriendo no entraba en la expectativas, porque supera lo que ha pasado con el cine argentino en los últimos cinco o seis años. Cuando un trabajo tiene éxito, uno lo maneja con alivio, porque está tan preparado para que la cosa ande mal... ahora estoy superando la etapa del alivio y entrando en la de la felicidad. El tiempo se encarga de encausarme, porque a pesar de todo tengo que seguir con mis cosas y con mi vida: trabajar, manejar una productora, pagar las cuentas”. (Risas).

La crítica se empeña en asegurar que se trata de su obra maestra

- “Mira, no lo sé, la verdad es que no puedo hacer un juicio de valor entre mis propias películas”.

Sin embargo, parece que decidieron alinearse a su favor unánimemente

- “Es verdad que algunos críticos –los menos- que antes no dieron el visto bueno a mi trabajo, están contentos con esta película. Lo agradezco, pero no creo que haya un quiebre. Ahora hablan bien, pero si la próxima película no les gusta, van a hablar mal de nuevo, estoy seguro”.

Cámara inquieta

El tiempo ha posicionado al director como uno de los directores argentinos más reconocidos a nivel internacional. Desde la recordada “El Hijo de la Novia” (nominada al Oscar como mejor película extranjera en el 2001), Campanella ha alternado trabajos en cine y televisión, logrando insertarse en el competitivo mercado estadounidense, donde guionizó y dirigió algunos capítulos de reconocidas y exitosas series como “Dr. House” y “La Ley y el Orden”, además de incursionar en el género documental en trabajos como “Cuentos Cardinales” o “Había una vez un Club”.“La ficción es el formato en el que más cómodo me siento. Trato de hacer cine y televisión al mismo tiempo”, asegura el director, como intentando justificar su prolífica obra.

¿Cómo explica su capacidad para manejar tanta variedad de géneros?

- No tiene una explicación, de la misma manera que no puedo explicar mi inhabilidad para la medicina. Son las habilidades con las que nace cada uno y que se mejoran con el estudio y la práctica. Soy un inútil para todo lo demás, menos para esto que hago. No sé cocinar, jugar al fútbol, ni cambiar un foco (risas)”.

¿Cuáles son sus expectativas como espectador, cuando va a ver una película?

- “Bueno, es una pregunta importante. Principalmente que sea una película que me transporte al mundo de la película, que me meta dentro de ella. Por eso no me gustan algunos trucos de director obvios. Esas cuestiones de cinefilia. No me gusta notar el trabajo de nadie adentro de la pantalla, pero para eso se necesita muchos condimentos, una historia bien estructurada. En lo personal, siempre trato de ponerme en el lugar del espectador, de verme sentado en una butaca”.

¿Ricardo Darín es un actor fetiche para usted?

- “No, no. No lo siento así. Creo que en las películas que hice es un elemento esencial. Pero hay que aclarar que no está ahí por ser amigo o como una especie de amuleto. Sino porque yo opino que es el actor para hacer ese papel. Si mañana hago una película que narre las aventuras de un grupo de chicos durante la secundaria, no voy a inventar el personaje de un director para incluir a Ricardo”.

La mirada del cine argentino

Argentina ha sido históricamente uno de los países productores de cine más desarrollados de Latinoamérica. So pena, claro está, de las batallas que deben librar los realizadores en su afán productivo, hecho que no hace mella en el talento de grandes audiovisualistas nacionales.

¿Campanella, por qué considera que los argentinos son mejor vistos en el interior?

- “Prefiero no opinar de mis colegas. Lo que si puedo es hablar del cine argentino, con el que ocurren ambas cosas: hay películas que tuvieron mejor repercusión en otros países que en Argentina y viceversa. Yo creo que el estar en una casa, donde uno conoce a todos los integrantes, juega a favor. Los argentinos sabemos que en “El Secreto de sus Ojos” está Darín -el mismo que está casado con Flor y almorzó con Mirtha- o que está Guillermo Francella. Sin embargo un noruego no. Sabemos todas esas cosas, tenemos cierta familiaridad con los actores. Y por otro lado tenemos críticos que hablan de un cine versus el otro. Está todo tan lleno de ruido. Pero lo real es que si una película es muy potente, puede traspasar todo eso y darle al espectador una opinión genuina, independientemente de lo antedicho”.

¿Pero hay diferencias en la manera de trabajar que hay en relación con el mercado estadounidense por ejemplo?

- “Sí, las diferencias son los tiempos. Mi experiencia no fue distinta, fue igual, yo manejo mi misma línea de trabajo, . Pero en Argentina, en la televisión común, los tiempos son otros, tanto los de filmación, como los que toma la escritura de un guión. Allá tienen dos meses para hacerlo, mientras que aquí se necesita un guión por semana”.

La charla va llegando a su fin pero Campanella parece no tener apuro. A pesar del vértigo que trajo el éxito, no lo apremia una actitud desinteresada por la charla, al contrario, hasta se permite disfrutar de la misma. Sabe que en Santiago “El Secreto de sus Ojos” se estrena hoy, y por eso, se aventura a decir que con la cinta, encontraremos “un lugar fresco, para escapar del calor. ¿Viste que el peor enemigo del cine argentino es el calor?, la gente no quiere saber nada de encerrarse en un cuarto con un montón de personas”.

¿Y con qué se van a encontrar los santiagueños?

- “La película es una mezcla entre un policial y una historia de amor. No sé si un policial con amor o al revés. Son dos historias muy fuertes, en ese sentido, y tienen todos los elementos de ambos géneros. Lo que me sorprende y me halaga del público, es que aplauden de pie al final de la película y muchos me mencionan que los emocionó profundamente. Eso me halaga muchísimo”.

martes, 1 de septiembre de 2009

Contrapunto

Las películas de Michael Mann, de un tiempo a esta parte, tienden a presentar dos bandos opuestos bien reconocibles. Una clásica y efectiva línea narrativa donde se evidencia “el bueno y el malo”, con una capacidad destacable, no obstante, de no convidar al espectador a alinearse con ninguna de las partes.

Esa tendencia maniquea, o más bien bipartita de Mann, está nuevamente presente en “Enemigos Públicos”, una biopic basada en la vida del ladrón de bancos John Dillinger -recordado por sus numerosos atracos durante la gran depresión yankee y por algunas voces que pretenden colocarlo en el estante de los héroes populares- y la obsesión de su némesis, Melvin Purvis, agente de un FBI en formación, encargado de dar con él y poner fin a una carrera delictiva que ya había hecho suficientes méritos como para que se la recuerde en una película, por ejemplo.

Mann, apuesta en esta ocasión por Johnny Deep y Christian Bale para dar forma al proyecto extraído de la más básica matriz actancial. Esta analogía no debe sonar peyorativa, sino más bien evidenciar un recurso que el director ya ha utilizado hasta el hartazgo (Con Tom Cruise y Jamie Foxx en Collateral, por citar un ejemplo) con muchísima efectividad.

Dotada de una ambientación admirable, la película destila el aroma de las producciones del cine negro norteamericano, con recursos técnicos y estéticos que ensalzan la intención del director de impregnar el trabajo con la influencia audiovisual de esa época. El trabajo de recrear escenas y lugares, vestuarios y costumbres, es impecable, transportándonos sin escalas al Estados Unidos de la década del 20.

Quizás la mayor falencia de la cinta es la tibia introspección en el carácter de Dillinger. La radiografía del personaje es escueta y superficial y casi podría compararse con la descripción que el ladrón de bancos realiza de si mismo en la escena en la que se presenta a su futura esposa, encarnada por la siempre correcta Marion Cotillard.

Johnny Deep se muestra monogestual pero no por la ausencia de dotes actorales, sino por un guión que para llevar adelante una biopic, sólo explota los costados más elementales del gangster, sin proponer mayores desafíos interpretativos. De hecho, la cinta está lejos de exponer los argumentos que transformaron a Dillinger en un icono popular de la cultura norteamericana, dejando entrever de manera tenue ese carácter “romántico” de sus atracos con frases insulsas y fácilmente olvidables. Su romance con la prensa y con la clase trabajadora, también brilla por su ausencia, apareciendo en dosis demasiado escrupulosas, que no permiten hacerse una idea completa del entorno que rodeaba al hombre que se transformó en mito.

La película transcurre in crescendo llegando a picos de tensión muy elevados hacia su parte final, especialmente en algunos pasajes en los que Marion Cotillard dota de toda su capacidad dramática a la pantalla y en los que Johnny Depp se permite hacer gala de su oscuridad natural, para transformar a Dillinger en un ser mucho más interesante con interpretaciones en la que se vislumbra a un hombre acuciado por una desesperación que intenta en vano disimular.

Michael Mann hecha por la borda tentaciones tales como detallar con mayor ahínco el origen del FBI o centrar pasajes del guión en el personaje de Melvin Purvis. La apuesta resulta ganadora, el espectador no está interesado en conocer el complejo entramado que dio forma al buró de investigación o la historia de un policía cuyo carisma es comparable con el de una ameba.

Colosalmente filmada y ambientada y con el sello de un muy buen director en algunos pasajes, pero con algunos baches en su narrativa que por momentos la transforman en una película lenta y con pocas alternativas, Enemigos Públicos será probablemente una de las películas más parejas del año, en cuanto a detractores y cinéfilos partidarios, claro.

viernes, 21 de agosto de 2009

"El arte es un haz de luz que rebota en todas las superficies y nos toca a todos"

Entrevista realizada para el diario, al guitarrista Ariel Minimal, con motivo de la visita de su banda PEZ a mi provincia.

Ariel Minimal pareciera caminar siempre por un sendero alternativo. Pez, la banda que encabeza hace más de 15 años, forma parte de un grupo selecto que se aleja del establishment, rompiendo las fronteras de eso que algunos llaman rock nacional, proponiendo experiencias sonoras alejadas del croquis que configura un hit radial.

Con 11 discos en su haber –la mayoría de ellos autogestionados- el ahora cuarteto todavía no se ganó un lugar en las primeras planas del rock argentino. Y esa característica pareciera ser la que hace de Pez una banda especial. “No me molesta el mote de banda de culto, tampoco representa nada que a nosotros nos signifique algo que nos dé algún tipo de placer especial. No sé bien a qué apunta, quizás porque no somos masivos y porque tenemos un grupo de gente que nos quiere y nos sigue desde hace mucho tiempo”, asegura el guitarrista, restándole importancia a la cuestión.

Pero, ¿cuál es el secreto detrás del enigma Pez? Cómo se consigue permanecer vigente caminando al costado del camino, en tiempos donde un mercado voraz e ingente vomita productos prefabricados con el sello del éxito estampado en la frente. Detrás de los cuatro músicos no existe una maquinaria compleja trabajando en pos del grupo, sino más bien un compromiso implícito y férreo con el arte, con la música. “Tocamos hace 15 años y todavía seguimos ensayando tres veces por semana. Tenemos vigencia desde ese lugar, siempre estuvimos trabajando. Nunca estuvimos de moda, nos tomó mucho tiempo salir de Buenos Aires e ir a otros lugares, pero sin embargo nunca dejamos de presentarnos. La vigencia responde compromiso con lo que hacemos”.

- ¿Es complicado el trabajo de autogestionarse?-

“Es un plomo, nos gustaría más dedicarnos más a la música y listo, pero por suerte lo vamos solucionando. Ahora tenemos un sello discográfico y con el tiempo aprendimos a subsistir con la autogestión. El último disco, no está en todas las disquerías pero por una cuestión de cantidades y tiempos”.

- ¿Y qué opinas de quienes hablan de Pez como un proyecto solista encubierto de Ariel Minimal?-

"No es así. Me he encargado de mostrar que mis proyectos solistas son otra cosa. En mis discos solistas, ahí soy solista. Pez es una banda definida por la interpretación de sus miembros, por como tocan Franco, Fósforo y Pepo. Pasamos por todas las gratificaciones y quilombos que tiene una banda de rock".

Para las almas sensibles

La sensibilidad como el combustible que pone en marcha un motor creativo. Las letras de Pez evidencian una realidad observada con otro prisma, uno que permite la exaltación de miserias que a veces, un arte light decide omitir. Minimal reconoce que el roce diario con la vida cumple un rol primario en su producción artística. “Es natural. Si estuviese encerrado en casa, en un cono de silencio donde no veo ni escucho nada, no sé cuál sería mí aporte o mi composición, pero no me interesa saberlo”.

Esa acuciante necesidad por el arte, por transmitir, lleva a Minimal a reconocerse –y extender esa condición a sus compañeros de grupo- como un melómano empedernido. “me gustan las tapas de discos y los posters de la Pelo”, sentencia, citando una de las canciones del tercer álbum de la banda. La influencia en las composiciones, o en la propia imagen de los discos de Pez, parece ser una constante en el proceso creativo. “Todo influye de todos modos. Yo creo que las letras son puntos de vistas y pensamientos que están influenciados por la película que vi o el libro que estuve leyendo. Creo que todo el arte es así, un haz de luz que rebota en todas las superficies y nos toca a todos”.

Esa directriz seguida por Pez en sus trabajos, sumado a la visita a un terruño de un fuerte arraigo folclórico (nota pintoresca: el séptimo disco de la banda se llama Folklore, así, con “K”, que lo hace mucho más anárquico) hace la pregunta casi ineludible. ¿Cuál es la relación de Pez con la música folclórica del norte argentino? “Cuando estuve tocando con Lito Nebbia en Santiago, conocí a Juan Saavedra y a su grupo de danza y percusión. Eran increíbles. Lamentablemente no conocí muchos compositores en ese momento, pero sé de la pasión del santiagueño por juntarse, cantar y festejar. ¡Costumbre a la que adhiero plenamente! (risas). Con Pez tenemos un acercamiento muy poco formal con el folclore o el tango, siempre fue interpretado a nuestro modo, con instrumentos eléctricos. Pero son géneros que me gustan”.

- Y cuáles son las expectativas en la primera visita de Pez a la provincia-

“Es verdad, sí, primera vez con Pez en Santiago. Queremos tocar canciones de todos los discos, no solamente de El Porvenir (última placa del grupo) queremos mostrar todo lo que podamos. Esperamos que a la gente le guste y nos acompañe”.

La entrevista termina ahogada por el sonido de la música. Los tres integrantes restantes aguardan ávidos la presencia de la pieza faltante, para completar un engranaje de piezas insustituibles. El ensayo es impostergable y la comunicación telefónica fenece debajo de los decibeles, como quien abona el terreno de lo que vendrá, un presagio nunca más alentador.

martes, 18 de agosto de 2009

A 50 años de "Kind of Blue" (y lo que el tiempo nos dejó)

Mi vida musical está marcada por un génesis paradójico por definición. Embelesado por el talento sobrenatural de los trompetistas, una tarde gris e inusualmente fría, entré por primera vez al deprimente edificio de la escuela de música local. En ese entonces, los cimientos añejos y húmedos parecían incapaces de soportar por mucho tiempo el embate de un Si Bemol inspirado. Vetusta e insufrible, la construcción tan sólo atraía por la promesa implícita de un deleite musical, muchas veces esquivo, pero siempre latente.

Así, con 13 años y una ignorancia supina (que los años no han logrado solucionar, pero sí remendar) entré en la vieja escuela de calle Libertad con la firme intención de aprender a ejecutar -en ese entonces era “tocar”- ese instrumento que había puesto en acción dentro mío, un mecanismo que a lo largo de mi vida, pocas situaciones, cosas y personas lograron activar.

Apenas asomando al mundo de la música (y subrayo el apenas con especial énfasis) había escuchado en un viejo cassette de los tantos que mi padre guardaba en un portafolio especialmente diseñado para ordenar las cintas, el Jazz según una “Big Band” cuyo nombre jamás conocí. Era algo similar a lo que hoy reconozco en Glenn Miller o Benny Goodman, un Swing blanco, aún lejos en el tiempo de la llegada del Bebop y los metales revolucionarios de Charlie Parker. Pero esos sonidos (que en la actualidad reemplazo por infinidad de otros músicos) bastaron para que me enamore de la trompeta, instrumento complejo, poco atractivo, rechinante y que cotiza en la bolsa de la música popular con un valor inestable.

Pero regreso al viejo edificio académico, porque allí comenzó mi relación de espectador perplejo y desahuciado del instrumento al que Miles Davis, Chet Baker, Dizzy Gillespie, entre tantos otros, exprimieron hasta su expresión más primaria. Decidido a dar con el profesor que me indicaría que pistones apretar, me topé (y aunque no creo en el destino, la vida últimamente me llevó a repensar teorías que consideraba inamovibles) con quien me regaló las primeras herramientas para hacer sonar un tubo metálico a través de una caña de madera y una boquilla de plástico duro: Eduardo Aguirre, profesor de saxofón actualmente en sana y confiable actividad.

Esa es mi verdad de la milanesa. Jamás quise aprender a tocar el saxo. Mi anhelo era ser un trompetista como Miles Davis. Escribo esto porque se cumplieron 50 años de “Kind of Blue” uno de los discos más influyentes para el género Jazz, pero yo en particular, celebro mi propio aniversario, el que me alejó de un amor sincero e inmediato y me puso junto a un instrumento que aprendí a valorar con el tiempo y al que toco por comodidad, “porque está ahí”, como quien se enamora de lo cotidiano y aprende a quererlo a fuerza de resaltar sus supuestos brillos en lo que no se anima a reconocer opaco. Lejos de lo que realmente lo deslumbra.

viernes, 7 de agosto de 2009

Lejos de todo

Días más tarde me daría cuenta que había pateado el tablero involuntariamente. Impertinente, había destruido un croquis perfecto, moldeado a imagen y semejanza de un deseo ingente, postergado durante algún tiempo, pero listo para ser detonado.

Ahí colisionaron nuestras vidas. Distintas y tan parecidas. Los colores de sus cuadros iluminaron la escena. Eran sus dogmas versus mi ineludible pragmatismo, cara a cara en una batalla encarnizada. Divisé el final de un camino, o el abismo en el medio de él, invitándome a mirarlo, tentándome a sortearlo.

Entonces nos alejamos, prometiéndonos no olvidarnos jamás. Le creí como siempre. Ella también lo hizo y me besó tocándome el rostro para bajar la mirada después.

Desde entonces me dediqué a imaginarla. Como un ciego imagina el mundo. La imaginé caminando descalza sobre la hierba, respirando el aire matinal de algún rincón virgen del universo, acariciando con la punta de sus dedos las hojas de los árboles y elevando su mirada hacía el azul-púrpura de un cielo protector como el de Bowles. La vi perdida entre la multitud, caminando con dificultad junto a otros miles de rostros sin nombre, esquivando audazmente el tránsito vespertino en un intento desesperado por llegar a casa, a su hogar... y la vi entonces atravesar un umbral y caminar parsimoniosamente sobre baldosas flojas de un patio interior, la vi agacharse para acariciar a su perro y la contemplé mientras desnuda se sumergía en la tibia agua de una bañera blanca.

Grabé en mi memoria cada uno de sus rasgos, sus ojos transparentes, la textura de su piel, su sonrisa impostergable. Traté de borrarla, barajar y dar de nuevo, pero reincidía como en un vicio añejo. Mi mente la observaba de nuevo, entonces, y volvía a imaginarla en mil y un lugares diferentes, pero siempre a una sola, siempre a ella, siempre a sus ojos oscuros y sus colores brillantes. Y siempre sola.

Absolutamente sola.

Pintura: "Amor Vincit Omnia" del Caravaggio